viernes, 24 de junio de 2011

Apolo y Dafne (versión siglo XXI)

Apolo y Dafne, mito que se repite hasta en la sopa, comienza con la ignorancia (que según dicen por ahí es atrevida) del dios más guaperas de todos: Apolo. Y digo ignorancia porque uno no debe ser muy listo cuando se le ocurre burlarse de un chavalín con tan mala uva como Cupido (que no creció por falta de calcio). El caso es que a Apolo, que le dolía la cara de ser tan guapo, le dio por meter el dedo en la llaga de Cupido y este decidió vengarse de nuestro sex-symbol infligiendo en él una pasión (o, mejor dicho, una calentura) digna de “Juana la loca”.

De esta manera, el niñito con rizos a lo Bisbal resolvió darle su merecido a Míster Olimpo. Para ello, le lanzó una flecha de oro (tal vez de 24 kilates), provocando en él un amor casto y puro (perciba el lector que se trata de un eufemismo) hacia Dafne, una pobre ninfa que pasaba por allí. Al mismo tiempo, punzó a esta en la patata con una flecha de plomo (como el amor de Apolo, pesado hasta decir basta). Y es aquí donde la cosa se pone interesante.

Al cruzarse sus miradas, Dafne, cual gacela Thomson, comenzó a huir despavorida. Por su parte, el Brad Pitt de la mitología salió tras ella como Spidy González (¡qué se le va a hacer! El chaval tenía ganas de pillar cacho). La ninfa, al alcanzar las orillas del río Peneo que, ¡flipad en colores!, era su padre, le pidió ayuda desesperadamente. Y papá no pudo resistirse a las súplicas de su hijita, perseguida por un obseso sexual. Peneo no quería ser suegro y mucho menos abuelo, por lo que utilizó sus poderes para convertir a su hija en laurel (así, la libraba de la persecución y de paso se ahorraba el abono y las semillas para plantar un árbol). Los brazos de la ninfa se fueron convirtiendo poco a poco en ramas y su cuerpo en un robusto tronco.

A todo esto, Apolo veía cómo se quedaba sin polvo ese día (a no ser que se lo hiciera con el laurel, cosa harto complicada). Fue en ese momento cuando nuestro protagonista se echó a llorar (los guapos también lloran) y sus lágrimas regaron el laurel, favoreciendo así su crecimiento. Desde ese día, Apolo puso a Zeus por testigo de que nunca jamás volvería a pasar hambre (adivine el lector en qué sentido) y, como recuerdo del revolcón fallido, hizo del laurel su árbol predilecto (tal vez para llevarse allí a sus conquistas y restregar a Dafne lo que se había perdido).